Defensa estilística

El otro día me topé con uno de esos escritos que pretenden ayudar al escritor novato. Lo sorprendente es que no se trataba de un decálogo escrito por a saber quién, sino que aparecía en el blog de un escritor que, si bien no es muy famoso todavía, está empezando a hacer sus pinitos y ya ha conseguido publicar un par de libros. Precisamente por eso pude leer el texto en cuestión, que me llevó ipso facto a eliminar dicho blog de mi lista de visitas habituales.

¿Por qué tanto horror? Pues simplemente porque el autor, con la excusa de dotar a una obra de mayor ligereza, atentaba contra cualquier sentido del estilo propio. No es la primera vez que leo u oigo cosas parecidas, sin embargo. Sobre todo, en el campo de la traducción y en el de la edición. Mas como a mí siempre me agrada nadar contracorriente, haré una defensa aquí de los tres estilos.

¿Tres estilos? Pues sí, ya desde la Antigüedad existía una teoría estilística cuya ejemplificación más clara encontramos en la rueda de Virgilio. Los estilos eran calificados por la retórica medieval como «ínfimo», «medio» y «sublime», aunque (y esto es importante) estos nombres no se referían a su calidad, sino a su uso en diferentes obras. El lenguaje debía adecuarse al tema que se estaba tratando, y dentro de una misma obra el estilo servía también para diferenciar la alcurnia o la procedencia de ciertos personajes (aunque eso se desarrollaría posteriormente, gracias al teatro, y bien lejos de la literatura escolástica). Yo suelo pensar en estilo «plano», «decorado» y «ornamentado», ya que en realidad la diferencia de uno a otro se debe a la mayor cantidad de figuras retóricas y juegos lingüísticos. Por cierto, que todo esto debe tomarse como una gradación sin escalones, pues es imposible situar una barrera que los delimite.

Lo que me fastidia de los decálogos y las normas que he comentado más arriba es que parecen tomar el estilo plano como el único existente. Y si bien esto puede ser así en el lenguaje administrativo, donde debe primar la concisión y la claridad expositivas, un trabajo artístico como un relato o una novela deben poseer rasgos propios, que dependerán no sólo del autor, sino también del tipo de obra y de los personajes. No puede escribirse con el mismo estilo una novela contemporánea de conspiraciones (cualquiera de Dan Brown puede servir como ejemplo), que una novela histórica del Siglo de Oro (véase la magistral serie del capitán Alatriste, de Pérez-Reverte). Y tampoco tendrá el mismo estilo una historia épica situada en un mundo de fantasía (como El Señor de los Anillos, Terramar, o cualquier otra). Por supuesto, como ya he comentado antes, dentro de una obra no todos los personajes hablarán de la misma forma.

Esta teoría de los estilos es una de las cosas que generalmente me sitúa en contra de las novelas de fantasía pertenecientes a las franquicias como Dragonlance o Reinos Olvidados: o bien sus autores escriben casi siempre en un estilo plano, o bien los traductores no son capaces de trasladar el estilo del escritor. Y sinceramente creo que se trata de la primera opción.

Y, de nuevo, es esta teoría la que hace que me oponga a estos enemigos del estilo propio, que en aras de una mayor concisión y claridad, desprecian muchos de los recursos que se encuentran a disposición del autor. Veamos algunos ejemplos.

Los adjetivos.
Se nos dice que sobran adjetivos, que con acompañar a los nombres de un único adjetivo, basta. Se atreven incluso a ponernos un ejemplo, como «el frío y morado cadáver estaba hinchado», indicando que son tres adjetivos en siete palabras, y que además no aportan nada. Pues, mira por dónde, a mí los tres adjetivos me gustan, y veo mayor problema al «estaba». Porque esa frase, «el frío y morado cadáver estaba hinchado», constituye una oración por sí misma, y aunque podamos añadir información tras ella, hemos frenado el avance de la lectura. Cualquier escritorzuelo que se precie de serlo sabe que es mejor sustituir «ser», «estar», «hacer», y palabras polisémicas de ese tipo por otras más precisas. Yo, por mi parte, pondría algo parecido a lo siguiente: «El hinchado cadáver, frío y morado, ...» y continuaría desde ahí. Esto acumula todavía más los adjetivos, pero permite una mayor continuidad expositiva. Mayor rapidez en la lectura, que es lo que se busca actualmente en las descripciones.
Pero no soy sólo yo quien lo dice. Aquí va un ejemplo de R. L. Stevenson, en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde: «era un hombre de semblante serio, nunca iluminado por una sonrisa; frío, parco y oscuro en la conversación; tímido en la expresión del sentimiento; largo, enjuto, ceniciento y triste y, sin embargo, de un modo u otro, caía simpático». Cuenten adjetivos, cuenten, y sorpréndase de la ligereza de esa descripción. ¿Les parece muy viejo Stevenson? Algo más moderno, entonces. Ursula K. Le Guin en Un mago de Terramar: «La barca surcaba una mar gruesa y turbulenta sobre la que pendían unas nubes flotantes y lúgubres como velos mortuorios».

Los adverbios acabados en -mente.
Este es uno de esos puntos que he escuchado en varias ocasiones. Y es normal: son palabras con muchas sílabas, que terminan con un sonido muy identificable. Si se acumulan o se colocan cerca de palabras con terminaciones semejantes, puede llegar a crear una falsa rima, que en prosa no queda muy bien, la verdad. Sin embargo, nos dicen que debemos borrarlos. Así, tal cual. Porque el contexto ya aporta la misma información, nos aclaran. Pero vamos a ver, ¿en qué quedamos? ¿Buscamos concisión, o no la buscamos? Como digo, es cierto que acumular este tipo de adverbios suele crear un ritmo feo al oído, pero basta con repasar el texto para darse cuenta de cuándo sobran, de cuándo estará mejor expresar la misma idea con más cantidad de palabras o, muy al contrario, de cuándo un adverbio, incluso acabado en -mente puede reducir el peso de una oración. Sin embargo, eliminar un recurso lingüístico completamente constituye un error de bulto.

La voz pasiva.
La primera vez que escuché esto fue de labios de una estudiante de traducción, a la que sus profesores habían prohibido usar la pasiva al traducir del inglés al español. Pero es que, como en el caso anterior, se nos dice que la usemos sólo un par de veces por novela, porque el lector se aburrirá con una frase que dice exactamente lo mismo que otra, sólo que se ha añadido el verbo «estar» y se ha cambiado el orden de sujeto y predicado.
¡Ay! Vayamos por partes. Pues sí, es cierto que la mayoría de estructuras que en inglés se usan con la voz pasiva quedan bastante mal si se traducen tal cual, pero la lengua española posee una cosa muy bonita que cada vez se lee menos (y se escucha aún menos): la pasiva refleja, expresada con el pronombre «se», en lugar del verbo «ser». Como por ejemplo, en «Mañana se proyectará la película», por «Mañana será proyectada la película». Y si bien es cierto que podríamos decir «Mañana proyectarán la película», no debemos olvidar que el orden de las palabras no es gratuito, y puede también aportar un significado añadido: en este último caso lo importante de la oración es «ésos que van a proyectar la película», mientras que en el primer caso, al convertirse en un agente elidido o invisible (precisamente ésa es una de las claves de la pasiva refleja), toda la atención se sitúa sobre «la película», o como mucho sobre «mañana». ¿Y qué hay de expresiones como «fue construido» y similares? ¿Cómo las pasamos a la voz activa? De nuevo, estamos hablando de eliminar un recurso lingüístico sólo por no saber utilizarlo de forma conveniente.

Las acotaciones de los diálogos.
Nos indican que «argüir», «aducir», «declamar», «convenir», etc, no son necesarios, puesto que nadie va arguyendo por la vida. Así que se nos deja con «decir», y como mucho «gritar», «susurrar» y «responder». Yo anotaría que la gente sí arguye, y aduce, declama y conviene; lo hace en su conversación normal, a pesar  de no pronunciar jamás esos verbos. También indicaría que todos estos verbos añaden variedad y riqueza lingüística, pero al parecer se nos manda dejar eso para otros momentos de nuestra obra.
Así que busco el apoyo de las autoridades, y me vendrá bien porque lo siguiente sirve como otro punto de vista a todo lo que he ido desgranando hasta aquí. En sus Anotaciones sobre una novela, que ha estado publicando periódicamente mientras escribía El tango de la Guardia Vieja, Pérez-Reverte incluyó lo siguiente: «Encontrar palabras —del tipo “chapotear”, “estampido” o “crujir”, por ejemplo— que evoquen sonidos es menos frecuente que en inglés. En otros momentos es difícil evitar varias palabras próximas que terminen en “ado” o “ía”, o combatir el exceso de tiempos verbales como “pasó”, “cogió”, “lloró”. Para la acción de caminar, por ejemplo, el español ofrece “anduvo” o “fue”, además de “caminó”. Pero para otros casos no hay manera. Por no hablar de los nefastos gerundios, o la guerra que un escritor debe librar contra las palabras terminadas en “mente”. O, al manejar diálogos rápidos, la necesidad molesta de repetir “él” “ella”: “ella dijo”, “él respondió”. Algunos momentos de la escritura son una lucha por dar variedad a ese tipo de recursos: “repuso”, “consideró”, “concluyó”, “expuso”, “resumió”, “objetó”, “admitió”, “apuntó” etc. Sin embargo, como se ve, la mayor parte acaba en “ó” acentuada; y eso obliga a una segunda búsqueda de expresiones complejas».

Me despido ya con esto, no sin antes incidir en la necesidad del escritor de crear un estilo propio y al mismo tiempo adecuado a aquello que esté escribiendo. Corregir un manuscrito es un acto que debe hacerse mirando múltiples facetas: claridad y ligereza en algunas escenas, grandeza y sentido épico en otras, la adecuación del lenguaje a los diferentes personajes, y al mismo tiempo, el uso adecuado de los vocablos, la ornamentación justa del texto, y un largo etcétera que configura, precisamente, el estilo de cada uno.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado sobremanera el análisis, creo que está muy bien argumentado.

    Sobre la forma tan llana de escribir de algunos autores, desprovista de casi todo tipo de recursos, algunos de los que lo hacen ahora parece que no caen en la cuenta de que ese era, precisamente, el estilo desarrollado por algunos escritores. Truman Capote, por ejemplo, con su forma fría y concisa de narrar sus "novelas periodísticas". Tenía una razón fundada para hacer las cosas de esa manera. Pero hay algunos que parece se limitan a seguir una moda.

    Lo de las novelas de franquicia es cierto. Supongo que tampoco se puede esperar mucho de este tipo de libros. Si el autor tuviese un estilo propio lo suficientemente madurado, quizá lo emplearía en sus propias creaciones.

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    1. Efectivamente, la forma debe adecuarse al contenido, y Capote es un ejemplo buenísimo de ello.

      ¡Muchas gracias por el aporte!

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