De sexo, violencia y lenguaje


La pasada semana mi amigo Juan, el mismo que no ha mucho cuestionaba mi derecho a reseñar, me asaltó a la hora del café de la tarde con otra de sus dudas existenciales.

–Oye, pero eso de Lander –me dijo, como si un libro fuera un eso extraño–, no pretenderás que se lo lean los niños, ¿verdad?

«Ni las niñas», pensé para mí, aunque no me molesté en decírselo. Tampoco expresé en voz alta que la fantasía no está en sí misma dedicada a un público infantil; ni siquiera juvenil, según el caso. En su lugar, y como ya sabía a qué se refería, me interesé por cuánto había avanzado en su lectura.

–He acabado el cuarto relato –respondió, y confirmó así mis sospechas.

El cuarto relato cierra esa suerte de novela corta que se incluye al inicio de la antología y cuyas ochenta páginas ya compartí por aquí. Y en efecto, al final del cuarto relato hay una escena de sexo explícito. No pude elidirla, ni tampoco describirla de forma metafórica, ya que en cierta forma el acto es un sacrificio a un ente sobrenatural. Y tiene importancia para el conjunto de la antología, aunque eso no se le descubra al lector hasta el último relato.

Pude decirle eso. O también pude contarle que como referente tenía ese encuentro que Conan, el de Schwarzenegger, tiene con una bruja en medio de la Ciudad Encantada de Cuenca, pero que en un libro un par de empujones teñidos de fogosidad no dan el pego.

En lugar de eso, opté por algo un poco más agresivo.

–En el primer relato –empecé a explicarle– un guardia fronterizo se convierte en mórtido como consecuencia de una mordedura, uno de sus compañeros lo atraviesa de parte a parte con la lanza y el capitán le hiende el cráneo y riega con sus sesos las paredes. En el segundo relato aparecen las conversaciones entre dirigentes y diplomáticos de diferentes pueblos durante el momento de mayor esplendor del reino de Aorista, por lo que usan un lenguaje bastante decorado; en algún personaje, incluso rebuscado. En uno de los actos bélicos descritos en el tercer relato un grupo de refugiados acaba aprovechando en su favor el muro de cadáveres que se ha formado a su alrededor por los combates previos. ¿En qué momento –pregunté al fin– te diste cuenta de que no era una lectura infantil?

Juanillo se tomó el café y se fue, aunque no dejó de murmurar entre dientes. Yo aún sigo preguntándome por qué aplicamos ese doble baremo. ¿Nos hemos insensibilizado ante los actos de violencia? ¿O es que seguimos siendo esclavos de la mojigatería?

Reseña: La Guerra de la Lanza


Este volumen es el sexto de la serie Cuentos de la Dragonlance, y en español cierra la Segunda Trilogía. Como en el caso de sus predecesores, El reino de Istar y El Cataclismo, los relatos están situados en un intervalo temporal cercano, centrado en el conflicto bélico narrado en Crónicas.

El esquema vuelve a repetirse, con un prólogo muy breve de Weis y Hickman que presenta los relatos. Éstos no tienen ninguna relación entre ellos (salvo la ambientación, claro), y a diferencia de los dos anteriores volúmenes, la lejanía temporal no permite que, excepto en un par de casos, exista relación con el resto de la trilogía.

Las once narraciones del volumen son las siguientes:

  • Lorac, de Michael Williams. Texto en verso, que se ocupa del rey elfo sumido en la pesadilla creada por el dragón verde. Para ser sólo una revisión de un episodio de La tumba de Huma resulta demasiado extenso.
  • Raistlin y el caballero de Solamnia, de Weis y Hickman. El mago le da una lección a un inflexible caballero. En el relato, Raistlin y Caramon conocen a Earwig, el kender que los acompaña en la novela Los hermanos Majere, el tercer volumen de Preludios.
  • El regreso, de Roger E. Moore. La venganza de un espectro. Lo interesante del relato es que está escrito en primera persona, bajo la visión del propio espectro, quien al principio no sabe que ya está más allá de la muerte, ni que cumplir su objetivo le liberará.
  • Máquinas de guerra, de Nick O'Donohoe. Una ladrona entra en el monte Noimporta en busca de algún ingenio que pueda ayudar a su pueblo contra el invasor. Si los gnomos de esta ambientación crean máquinas peligrosas y mortales cuando intentan hacer otra cosa, ¿por qué no aprovecharlas? Un relato entretenidillo una vez llega a la mitad de su recorrido.
  • El sitio prometido, de Dan Parkinson. Aunque no sigue a Día libre y Ogro desmemoriado, los dos relatos de este autor aparecidos en las antologías anteriores, sí se centra en el mismo clan de enanos gullys.
  • Héroe mecánico, de Jeff Grubb. Más gnomos, aunque en esta ocasión será la llegada de una persona ajena al poblado la que traiga problemas.
  • El lobo de la noche, de Nancy Varian Berberick. Tres amigos que comparten un oscuro secreto. Se supone que está situado trescientos años antes que el resto, y sería por tanto más cercano a los relatos aparecidos en El Cataclismo.
  • Los vendedores de pócimas, de Mark Anthony. Lo que les sucede a estos vendedores cuando la gente cree en sus remedios. Sobre todo si esa gente es draconiana.
  • La mano que provee, de Richard A. Knaak. Un perverso clérigo decide recuperar unos objetos mágicos del fondo del Mar Sangriento. Aquello no puede salir bien.
  • La campaña de Vingaard, de Douglas Niles. El escriba que aparece en los relatos que Niles escribió para los otros dos volúmenes se ocupa de revisar algunos movimientos de tropas durante la Guerra de la Lanza. Sin interés ni valor literario, al menos para mí.
  • La historia que Tasslehoff prometió no contar nunca, nunca, nunca de Weis y Hickman. Se supone que en cierto momento de La tumba de Huma, Tas y Fizban viven una pequeña aventura que no se cuenta en aquel volumen. Este relato revela lo que sucedió.

Hasta las narices de la caja y de su arena


Supongo que a estas alturas del cotarro pocos serán los que desconozcan los términos que van a centrar esta entrada de opinión, pero por si acaso, y para tenerlo como base, definámoslos:

  • De un lado el encarrilamiento (preciosa palabra que, aunque no esté en el DRAE, prefiero a railroading, que no sé por qué me recuerda a un género de películas de terror y vísceras). Sería el «proceso por el cual uno o varios jugadores son obligados a escoger hacer algo que en realidad no escogerían». Puede ser que sus personajes huyan de un enemigo cuando desearían que lucharan (o lo contrario), elegir un cierto camino de entre varias opciones o completar una tarea o quest antes de hacer otra. Los medios por el que se fuerza a los jugadores son variados, desde el PNJ que indica amablemente el camino a seguir, pasando por el PNJ que da órdenes a los personajes, hasta llegar al brusco dominio que un director de juego puede ejercer sobre el resto de jugadores, como amenazar con romper la hoja del PJ o dejarles sin acceso al cuenco de los Doritos. Al encarrilamiento se lo puede ocultar detrás de la pantalla, como en aquellos momentos en que el narrador de la partida decide modificar una tirada de dados o la estadística de un enemigo, y también se le pueden poner disfraces, como adjetivarlo «consentido» si el resto de jugadores sabe que se está llevando a cabo. Pero aunque la partida se vista de seda, encarrilada se queda.
  • En el otro lado del cuadrilátero, el cajón de arena (en este caso, me siento igual de incómodo con ese sandbox que suele leerse que con su traducción: en mi cabeza veo una granja de hormigas con paredes de metacrilato). Aquí la definición exacta puede ser más peliaguda debido a su aplicación en informática y en el campo de los videojuegos, así como al concepto de «juego no lineal». Porque no todos los juegos no lineales conforman un sandbox, pero los sandbox sí son juegos no lineales. Yo tampoco soy un experto, pero por lo que he podido entender el cajón de arena sería «un entorno de juego no lineal donde se permite a los jugadores completa libertad de acción y elección».
Con más o menos detalle, espero que coincidan conmigo en esas definiciones. (Y si no es así, ahí abajo tienen el lugar donde comentarlo). Ahora, como han quedado un poco lejos una de la otra, las repito juntitas: «proceso por el cual uno o varios jugadores son obligados a escoger hacer algo que en realidad no escogerían» y «un entorno de juego no lineal donde se permite a los jugadores completa libertad de acción y elección». Repito el principio: «proceso» y «entorno». ¿Conocen esa expresión tan castiza sobre lo de «mezclar churras con merinas»? Pues yo cada vez que leo un artículo o columna donde se compara el encarrilamiento y el sandbox pienso en que ni siquiera estamos mezclando ovejas.

¿Muy distintos destinos? ¿O sólo apariencia?
Me explico.

El encarrilamiento, para mí, es un concepto que puede aplicarse a una aventura o a una forma de dirigir. Cuando alguien escribe una aventura fija un texto. Y un texto fijado es, por definición, difícil de modificar. El autor puede incluir opciones o variaciones dentro del esquema más o menos lineal de la aventura, pero poco más. Por supuesto, dentro de las tapas del módulo (por llamarlo de alguna manera) puede describirse el entorno donde transcurre la aventura, y éste puede ser, en efecto, un entorno de tipo sandbox. ¿Y si el módulo solo describe el cajón y deja al director y a los jugadores libertad absoluta? Bueno, pues igual es cosa mía, que me he quedado ya algo rancio y reseco, y no sé adaptarme a los nuevos tiempos, pero eso no entra en mi definición de aventura. No voy a intentar realizar una definición exacta, pero seguro que entraban en ella las tres partes en que se divide una historia (introducción, nudo y desenlace) y los conceptos de gancho y objetivo. Tampoco estoy diciendo que no pueda jugarse sin aventuras; se han jugado campañas enteras sin aventuras. Pero creo sinceramente que una aventura es algo más que una tabla de encuentros y una lista de PNJ.

Otra cosa bien distinta es encarrilar a los jugadores o a sus personajes en mesa. Que el diseñador de una aventura se vea obligado a describir un camino principal y esbozar algunas tramas secundarias no implica que un narrador obligue a los otros jugadores a seguir punto por punto la aventura. Para algo se aplica el término improvisar al rol. Si los jugadores toman decisiones que llevan a sus personajes lejos de la trama, el director debería ser capaz de utilizar el material de que dispone para amoldarlo a estas decisiones, con mayor facilidad cuanto más avanzada esté la aventura.

También cierto encarrilamiento se da a un nivel superior: el propio de las reglas. ¿Por qué mi mago no puede escoger dotes de combate? ¿Por qué debe huir mi personaje de un dragón aplastahierros de plutonio? ¿Por qué mi personaje se ha vuelto loco al contemplar a ese shoggoth? Y así, ad nauseam. Las reglas nos restringen, pero «incluso cuando se hacen trampas, sin reglas no habría juego» (Pérez-Reverte, en El club Dumas).

Y allá me ponen al fechicero malvado en su castillo
Y por otro lado está el sandbox, que es, como decía, un tipo de entorno. De hecho, siempre pensé que es el entorno ideal para cualquier ambientación. Por ejemplo, el Juego de rol del capitán Alatriste posee un trasfondo excepcional (no en vano tiene las novelas de Pérez-Reverte y toda una época histórica detrás), pero, ¿qué sucede si los jugadores deciden lanzar por la ventana de un segundo piso a fray Emilio Bocanegra cuando éste les está ofreciendo su primera misión? ¿Qué sucede si unos personajes de El Anillo Único se deciden a visitar la Comarca en busca de un tal Bolsón que guarda cierta baratija? ¿Forzará el narrador los sucesos para que se adapten al canon, o muy al contrario modificará el entorno para que se adapte a los personajes? La elección de estos dos juegos no es trivial: ambos parten de un mundo muy elaborado, pero se pueden convertir en abiertos y no lineales si así se desea. Por cierto, de ambos ejemplos, el segundo es una fabulación pergeñada por mí, pero el de Bocanegra es verídico.

Hemos tenido sandbox desde siempre. La Isla de los Grifos pertenece ya a una categoría de productos míticos, pero también tenemos algunos cajones de arena encubiertos en productos que no lo parecen. Ya conté hace un tiempo que mi primer contacto como narrador de rol, tras los manuales de AD&D de la editorial Zinco (la experiencia como jugador había ido por otros derroteros), fue con Empieza la aventura, de Roger E. Moore, para la ambientación de Greyhawk. En aquel tiempo no lo sabía, pero la descripción de la ciudad de Falcongrís, barrio a barrio, edificio a edificio, con notas para el director en cada uno de ellos, no era sino un enorme cajón de arena. No había aventura alguna en Empieza la aventura, solo notas sobre lo que existía en la ciudad, sobre tramas que transcurrían en la sombra y sobre personajes ilustres que escondían mucho más de lo que contaban. «Líate la manta a la cabeza», parecía decir ese manual, «y crea algo para entretener a tu jugadores». Y eso hice: una aventura lineal y bastante encarrilada.

Éstos también se preocupan de ser encarrilados...
Pero a ésa siguió otra, y otra más a la última, hasta conformar una campaña memorable pero que nunca terminó. Luego llegó otro grupo; y ahí seguimos, once años y medio de campaña después. Con aventuras creadas por mí a partir de una trama mínima pero que suelo complicar al unir y solapar unas con otras y diseñar personajes verosímiles. Y con aventuras publicadas sobre las que me toca improvisar. Aún recuerdo cómo cerré, con cara de póquer, uno de los módulos de Las piedras del destino porque los jugadores habían decidido hablar y parlamentar con la especie de paladín que debía enfrentarse a ellos a lo largo de toda la aventura. He utilizado Empieza la aventura por dos veces más, y en ninguna ocasión ha sido como las anteriores, porque sobre el entorno libre han primado las decisiones de los jugadores.

¿Es la única forma de jugar? Por supuesto que no. ¿Es peor que un sandbox puro? Tampoco. Supongo que intento tomar lo mejor de ambas cosas. Por eso me molesta cuando leo por ahí definiciones que usan el encarrilamiento para barrer y sacar brillo al sandbox, como si fueran término contrarios y excluyentes.

Y ahora me voy, que aún tengo media ciudad de Mägero en construcción sandoboxiana, y algunos módulos de Pathfinder que echarle por encima cual tapaporos encarrilado...

Lüreon también en Lektu


Supongo que muchos ya conocerán lektu.com, pues no en vano detrás de ese nombre se encuentran personas relacionadas con cyberdark.net y la editorial Gigamesh. Por si fuera poco, hay por allí proyectos bastante conocidos, como La Puerta de Ishtar, Ablaneda o Walhalla, por nombrar solo algunos.

Para los que el nombre de lektu no les suene de nada, solo diré que se definen como una «plataforma de venta de contenido digital sin DRM para descarga directa». Es decir, que el usuario puede comprar libros electrónicos (también audiolibros y otras cosas, pero sobre todo ebooks) y descargárselos para su uso y disfrute personal en cualquier dispositivo.

Algo que veo muy positivo en su forma de negocio es que permiten que los productos puedan adquirirse de diferentes maneras. Está el precio fijo, que sería la opción más tradicional; pero el autor/editor puede hacer que el producto sea gratuito, que tenga un cierto rango de precios, que el usuario pague lo que guste tras la lectura o que se realice un «pago social» (es decir, una descarga gratuita tras haber compartido el enlace del producto en redes sociales). La combinación de estas formas de pago en diferentes productos puede convertirse en una buena campaña mercadotécnica, por lo que le veo bastante utilidad para autores independientes.

Y ése es mi caso. De momento he decidido empezar despacio y ofrecer por pago social La palabra del Emperador. Se trata de un relato inédito de 26 páginas. En un primer momento había pensado incluirlo en la antología de Lander, pero más adelante creí más oportuno centrar los relatos en los monarcas landerios, y La palabra del Emperador se quedó fuera.

El relato es independiente, pero toca de forma tangencial la materia de la antología al dar inicio a las Guerras Noumenales, que afectaron de una forma u otra a todas las naciones septentrionales de Lüreon. Cronológicamente se situaría antes que el Himno de Megauro. Les dejo con la descripción:

Cuando el Emperador de Braer decide tomar el mando de la Iglesia de Antim, a Ferno y sus compañeros de la Guardia Urbana se les encomienda la peligrosa tarea de arrestar a los hechiceros de la capital.
Pero Fëzesik, el Primarca de Videços, no está dispuesto a aceptar que Kalio Bene II convierta la organización religiosa en un instrumento más del Estado.
El enconado enfrentamiento conducirá a que se derrame sangre sobre las calles de la ciudad.