Estos son los momentos finales de la última partida, y lo que les ha sucedido a los Cayados de Levante desde ese punto, antes de su siguiente aventura. Al final me ha quedado muy largo, pero espero que tengan la paciencia de leerlo entero.
Narkiez estaba a punto de morir. Y esta vez iba en serio.
No es que sintiera una amenaza en el aire, como otras veces, o que tuviera varios enemigos a los que enfrentarse. Esos momentos ya habían pasado, y ahora yacía en el suelo, con varios huesos rotos y sangrantes heridas por todo su cuerpo. Es lo que tenía enfrentarse a tres gigantes a un tiempo. Aun así, Narkiez lo había hecho bastante bien: dos de ellos yacían muertos unos metros más allá, tras una intensa agonía, e incluso al líder, que era mucho más grande, le colgaba inerte el brazo derecho, mientras buscaba la entrada oculta entre las rocas donde, momentos antes, él había hecho lo mismo. Pero no había sido suficiente.
El conocimiento que poseía no podía perderse, así que cogió una piedra más o menos lisa y, con su propia sangre, comenzó a trazar signos en ella, medio escribiendo y medio dibujando. Había mucho que contar: el lugar donde contactar con los Mekranistas, a los que pertenecía; la profecía que marcaba el alzamiento de un antiguo mal y la caída de la estrella, que podría suponer su derrota; y la Forja de las Runas, oculta bajo aquellas piedras. No había tiempo para nada más.
Acurrucado en la esquina de aquellas viejas ruinas, sintió que su respiración se hacía ronca, sibilante, y supo que eran los estertores de la muerte. Lo último que vio, para su sorpresa, fue un grupo variopinto, aventureros seguro, que sorprendía al último gigante, enfrentándose a él para matarlo. Luego, todo se hizo oscuro: la noche eterna había acudido para llevárselo.
– ¿Nada más? – dijo Lethan.
– ¿Nada más? ¿Qué más quieres?
– Bueno, pues, no sé... Apartáis unas cuantas piedras más, hasta conseguir despejar unas escaleras labradas en la piedra; descendéis y encontráis una especie de pozo o estanque en el centro de un pentáculo mágico; cinco pasillos parten de esa sala, pero se acaban después de pocos metros... ¿No seguísteis buscando?
– Lethan, no había nada – dijo Olië –. El agua de esa pequeña piscina tenía finísimas partículas de metal suspendidas, y Norath comentó que parecía que la hubiesen usado para templar armas. Y cada pasillo partía desde la punta de esa estrella (no era un pentáculo normal); en el dintel de cada uno estaba labrado el nombre de una escuela de magia: Invocatio, Praesidium, Perturbatio, Nigrae Ars, Veneficium.
– La verdad – determinó Idriel –, yo tenía la sensación de que nos faltaba algo, como una especie de... llave, una pieza del rompecabezas.
– ¿Y qué hay de ti? – preguntó Balkar.
Habían pasado el resto del día de Todos los Vientos, y parte de la noche, ayudando en lo posible a la población de Trasutür: apagaron casas en llamas, liberaron calles de cascotes, trasladaron heridos, rescataron personas atrapadas bajo tejados caídos. Y todo, en una sucesión tan rápida y con una sensación de urgencia tal, que ni siquiera habían podido hablar. Ahora, avanzada la segunda guardia, descansaban, magullados y sucios de sudor y hollín, sobre lo que había sido la pared de una de las pocas casas de piedra de la colonia, devorando con fruición las sobras del mercado matutino, que había sido repartido entre la población para poder, al menos, cenar bien esa noche. Mañana, la claridad del día permitiría hacer cuentas y tomar decisiones y nuevas iniciativas.
– Pues, finalmente – empezó Lethan – los tres gigantes que habían comenzado todo se lanzaron al ataque y atravesaron el portón. Salté sobre la espalda de uno desde la muralla, y ése fue casi mi fin. Afortunadamente, los tres o cuatro guardias que se habían quedado conmigo tenían mejor puntería a esa distancia, y lograron derribar al gigante que tenía delante. Luego se oyó un tremendo grito y vimos al dragón alejarse volando de Trasutür. Los dos gigantes restantes se miraron con cara de tontos y huyeron de allí. Eso fue todo; después llegó un sargento y comenzó a dar órdenes, así que aproveché para partir a buscaros.
– Tres o cuatro guardias... – dijo Brennan –. Esta empresa estaba muy mal montada.
– ¿Trasutür, quieres decir? – le interrumpió Balkar –. Hay que entender que hoy era un día de fiesta, y no se esperaban esto. Hace escasos días que los ogros atacaron la Fortaleza del Cuervo, ¿cómo podía suponerse que tanto los ogros como los gigantes, cada uno por su cuenta, iban a estar organizados, con posibilidad de dar un golpe tan tremendo, más o menos al mismo tiempo?
– ¿Y las defensas? Ni siquiera había balistas. Ese dragón era muy joven y ha podido destrozar la población entera sin miedo a ser respondido.
– Un poco tarde, pero le pondrán remedio – aportó Mezril –. Mientras corríamos de un lado a otro del pueblo he oído que el Emperador va a gastar un gran dinero para que Trasutür vuelva a prosperar. Más defensas, más trabajadores y más guardia. Quieren doblar la cantidad de Dragones Negros que trajeron hace cinco años, y dejar un destacamento permanente aquí, en lugar de allí en las montañas. De hecho, uno iba por ahí diciendo que incluso la princesa imperial y el que nosotros aún llamamos el Usurpador habían interrumpido su viaje de recién casados para venir aquí.
– Sea como sea, estos ataques no son fortuitos, no pueden serlo. ¿Un rojo, por joven que sea, atacando junto a unos gigantes, días después de aquello? Algo oscuro está detrás de esto. Si hacemos caso a lo que escribió el mekranista, un antiguo mal se alzará.
– Idriel – dijo Norath –, no te ofendas pero te gustan demasiado las profecías. Yo voy a intentar dormir, que me duele hasta la mano que perdí. Os aconsejo hacer lo mismo, porque mañana hemos quedado en iniciar viaje hacia los Escalones del Endrino, y éstas son unas tierras muy duras.
Cinco días separaban Trasutür de los Escalones del Endrino, primer lugar del mapa que, confiaban, les llevaría hasta los mekranistas. Debían viajar en dirección norte hasta abandonar la sombra de las montañas, y luego seguir hacia el noroeste. El primer día caminaron durante un buen trecho por la orilla del Lago de Ámbar, un idílico paraje que quedó marcado en sus corazones aventureros como un posible lugar de retiro. Los abetos crecían en el mismo margen oriental, y al occidente, no muy lejos de donde se hallaba la Fortaleza del Cuervo, un extenso prado de altos pastos salpicaba la vista con los bellos colores de decenas de especies en flor. Estando allí, contemplando el paraje, una extraña marea pareció apoderarse del agua, que, en pocos segundos, ganó varios metros al terreno seco circundante. No sabían si aquello era propio de aquel lago, pero no era lo natural en otros lugares. Ninguna de sus pesquisas dio solución a aquella misteriosa subida del agua, que en poco minutos volvió a la normalidad.
Tuvieron, sin embargo, que dejar atrás el lago, y adentrarse en zonas más peligrosas. No había mapa alguno del que pudieran guiarse, y cuando el sol se puso tras las montañas, comprobaron con agrado que estaban cerca de un pequeño pueblo. Al aproximarse se dieron cuenta de que éste no era más que una ruina, cuyas casas eran sólo cáscaras vacías. Nadie había habitado allí en diez años. Un letrero, medio descolgado, anunciaba el nombre del lugar, aunque no resultó más agradable: Oreja de Lobo; poblado licántropo. Cualquier persona sensata se hubiera alejado de allí enseguida, pero ya sabemos que los aventureros tienen más curiosidad que instinto de supervivencia, así que penetraron en las calles de Oreja de Lobo, con la intención de encontrar un lugar donde descansar. Fue providencial, porque poco después del cielo cayó una lluvia de piedras, y pudieron buscar refugio. Lentamente al principio, y luego con más fuerza, fragmentos de una especie de roca porosa golpeaban contra el suelo y los tejados, destrozándose en minúsculos trozos. Un minuto después, todo estaba en calma, pero decidieron hacer noche bajo techo.
En la siguiente mañana, mientras seguian el difícil avance, encontraron el cadáver de un gigante. Era tan reciente, sin embargo, que al principio pensaron que estaba dormido, y se acercaron con cautela. Poco después, examinando el lugar, se dieron cuenta que debía haber muerto durante la noche, debido a las heridas sin curar que tenía en la espalda, producto de los flechazos de los guardias de Trasutür. Los restos de una hoguera, aún caliente, yacían a un par de metros de él, con varios peñascos planos a su alrededor. Los compañeros de aquel ser lo habían abandonado como alimento para los buitres y chacales, y ahora andaban un poco más adelante, siguiendo al parecer una ruta parecida a la suya.
Esa noche pudieron descansar en Muro del Cuervo, una pequeña población de gente endurecida, proscritos en su mayor parte, que malvivía con lo que podía obtener de la tierra. Eran unas pocas casas, achaparradas y deformes, y muchas estaban vacías, así que no hubo problemas con el alojamiento. Algo gracioso, y muy extraño, les sucedió estando allí: los objetos pequeños de metal, como las navajas y cuchillos que usaban para comer, quedaron misteriosamente magnetizados, y se “pegaban” en su armadura o en sus armas. El efecto pasó en breves momentos, pero estaba claro que algo raro estaba sucediendo en la zona.
Los siguientes tres días de viaje fueron más fáciles, ya que iban alejándose cada vez más de las montañas. Aunque seguían pasando cosas extrañas: el tercer día se formaron remolinos de aire, que alzaban polvo y pequeñas piedras del suelo, en un día claro y luminoso con total ausencia de viento; el cuarto, un pequeño temblor sacudió el suelo bajo sus pies.
El quinto día obtuvieron por fin la explicación. Se encontraban observando los Escalones del Endrino, una gran escalera realizada a pico en la pared del enorme acantilado que actuaba como inicio de la línea de quebradas occidental. Desde lo más alto, a casi cincuenta metros desde el suelo, les observaba la estatua que daba nombre al lugar, cuyas facciones habían sido labradas por el viento y la lluvia hasta ser irreconocibles.
Estando allí, entre los árboles, vigilando por si aquello pudiera ser una emboscada de los gigantes, un retumbante sonido llenó sus oídos, y giraron la vista para, con sorpresa, ver que una gran bola de fuego atravesaba el aire. Norath era el único que se quedó más o menos tranquilo, pues había visto caer meteoritos durante su vida en Kalmatadûl. La enorme nube llameante pasó por encima de ellos, a cientos de metros de altura y, pasando también sobre los escalones y sobre la estatua, siguió viaje hasta estrellarse quién sabe a cuánta distancia. El terremoto que sobrevino les zarandeó de un lado a otro, y, poco después, cuando casi se habían calmado los temblores, una gran ola de tierra y piedras ocultó al endrino y cayó sobre ellos.
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